La herencia de las notas
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Jorge Negrete
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Pocas cosas quedan tan fijadas en la memoria como una tonada. La capacidad de reproducir con precisión una canción en nuestras cabezas rebasa la precisión con la que podemos reconstruir una imagen que hemos visto. Sin embargo, las imágenes que un cineasta crea, al igual que los sonidos, pueden tener una resonancia tangible que se reconoce de forma explicita o implícita en el trabajo de otro. Justo el año pasado se celebraba en el mundo el centenario del sueco Ingmar Bergman con retrospectivas completas de su trabajo exhibidas e incluso un lustroso boxset editado por Criterion, acuñando a la revisión crítica del trabajo del huésped honorario de la isla de Faro.
La obra de Bergman se han topado con una revisión que ha llevado sus películas fuera de la sacralización y que las ha puesto bajo una luz que cuestiona su valor cinematográfico. La celebración se ha convertido en una oportunidad para cuestionar la supuesta inamovilidad del canon cinematográfico. Ahora películas como El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957), Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972) oSonata de otoño (Höstsonaten, 1978) por su estilización y ambiciones dramatúrgicas parecen evadir el dominante y burdo ejercicio de la clasificación en géneros, algo que solo algunas películas buscan sortear activamente.
También el año pasado, el cineasta debutante Ari Aster entregó en Hereditary (2018) una película cuya construcción le debía más a Bergman que quizá a cualquier otro cineasta. Madres consumidas por su pasado e intimidadas por su porvenir comparten el horror a sus hijos y la sublimación de la angustia en el arte en Sonata de otoño y Hereditary, películas que se miran entre sí con la misma desconfianza que uno mira su reflejo, esperando el momento en que esa otra imagen cobre vida propia.
En el presente ensayo audiovisual, una breve melodía al piano ejecutada con elegancia por Charlotte Andergast (Ingrid Bergman) acompaña la faceta más oculta, pero real, de la angustia maternal mientras las imágenes de Aster evocan los frágiles dioramas y las voraces pesadillas del imaginario de Bergman. La tensión de ambas miradas se rompe en un arranque de ira, dado que en las miradas de Bergman y Aster, el arte es incapaz de contener el horror humano, ya sea en un diorama o en las pulcras teclas de un piano. Una película que se oculta en otra.